lunes, 5 de noviembre de 2012

BXVI: el amor constituyente


Felipe González y González
fg.z@hotmail.com

23/05/08 16:29

Se han cumplido –en el pasado mes de abril- tres años desde la elección de Benedicto XVI. Desde entonces he leído ocho o diez de sus libros, y sus dos encíclicas. Lamento no haber leído antes sus libros. Después de leerlos pienso que tenía que ser Papa. No es que me haya cambiando la vida, sino que me la ha aumentado. No me ha hecho esperar cosas distintas, pero ahora las espero con más seguridad. No me produce un entusiasmo superficial, sino que me imprime un ritmo vital más significativo.
No he encontrado nada nuevo en la doctrina que expone. Pero me ha acercado a Dios de un modo nuevo para mí, más personal, más existencial, más vital. No sé todavía lo que es amar, y no sé si logre amar a Dios y a los demás como debería. Pero me ha ayudado a descubrir cómo soy amado, y eso garantiza una seguridad, que no puede dar una abultada cuenta de banco, la fama o el reconocimiento de una sociedad que mercantiliza la imagen, el poder o la fuerza que confieren cargos y magistraturas –del tipo que sean-.
Hay tres grandes temas que me tienen deslumbrado en las enseñanza del entonces Cardenal Ratzinger: la verdad, el amor y el sentido de familia que la humanidad adquiere como pueblo de Dios.
La solidaridad entre los hombres, la realidad de que estamos referidos a los unos a los otros, se funda en la grandeza de un amor constituyente, que arranca de la verdad que emana del ser del Dios de Abraham, de Isaac y Jacob.
El mundo tiene una historia en la que el gran protagonista es el amor. Un amor verdadero, infinito, poderoso, escondido y humilde. Un amor que no es algo, sino alguien: un Dios que es amor. Un amor pleno que es ser en plenitud. Un amor que se despliega, y que se da generando vida, bondad y belleza. Un amor del cual depende todo, y desde luego el ser humano en su existencia. Una existencia que no sólo es querida como fruto de una voluntad intelectual, sino que es amada como fruto de una inteligencia que se resuelve en entrega.
La historia humana, la biografía personal de cada una y cada uno, viene a ser una vuelta al origen, un esfuerzo por recobrar la identidad perdida, para volver al núcleo en donde todo tiene su origen: el amor fundante que es por sí mismo, y que se entrega sin fusionarse, pero que hace posible la unión hasta la identificación. Una identificación en la que las personas se trascienden a sí mismas, se encuentran a sí mismas, y descubren también el sentido de la existencia, de la existencia propia y de la de los demás.
Es el reconocimiento de una realidad que nos supera, pero que no nos abate, sino que proporciona el terreno firme para saber lo que es el ser humano y aquello en lo que estriba su destino. Un saber que es verdadero en sí mismo, y fuente de veracidad para el cosmos, para los seres que lo habitan y que encuentran en él, el camino para su realización. Una realización que es humana, es decir racional y libre, que se abre al ser y a sus motivos y que al mismo tiempo, es no sólo capaz de entender el origen como donación primigenia, sino el destino como efusión del amor que hace valiosa la existencia.
La alteridad o el reconocimiento de los otros, que no sólo lleva a la interdependencia sino a la solidaridad, es posible porque el ser humano es capaz ya no sólo de dar de sí, sino de darse a sí mismo. Y esto porque el ser persona no sólo lo distingue, sino que lo comunica. Y lo que se comunica es la bondad que el ser humano posee, pero lo trasciende al remitir a Áquel que es bueno por sí mismo, que no es bueno como resultado, sino que es el amor en el que estriba la razón de todo.
Benedicto XVI en su trabajo como teólogo nos ha enseñado a profundizar en la realidad de un Dios que es amor omnipotente, que crea y rescata; que origina y perfecciona; que da la vida y sabe curar las heridas y las enfermedades que la creatura se inflige a sí misma al distanciarse de la fuente de la sabiduría y del amor. Benedicto XVI nos recuerda que ese distanciamiento no puede ser suprimido por el hombre mismo, sino por un Dios que decide ser parte del historia humana, que entra en ella, que asume la naturaleza humana, para convertirse en el Hijo del Hombre que es el Hijo de Dios, y que restituye en sí mismo la amistad y la unidad perdidas.

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