El privilegio de mandar
Felipe Mario González.
Presidente del Centro
de Emprendimiento,
Gobernabilidad e
Innovación (CEGI),
Profesor Emérito del
IPADE.
Pronto en unas pocas semanas más se iniciará en México la
andadura de una nueva administración federal que encabezará el presidente López
Obrador. El discurso del presidente, de sus colaboradores y el partido Morena,
apuntan un cambio de régimen lo cual es
un asunto mayor, que tiene como horizonte la Cuarta Transformación Nacional,
después de la Independencia, la Reforma y la Revolución.
Al prepararnos para la toma de posesión de un nuevo
gobierno, que promete una nueva forma de ejercer la autoridad y el poder, se
impone la revisión social de la manera acerca de cómo entendemos y cómo se
ejerce la autoridad en México, no sólo desde el punto de vista político sino
social, económico y cultural. ¿Se ejercerá la autoridad y el poder como
siempre, de manera inercial o habrá cambios sustantivos? ¿Esta la sociedad
demandando cambios en el ejercicio de la autoridad, en todo el espectro de las
organizaciones del país?
Hay sin duda una crisis de autoridad en las instituciones.
Desde las familias hasta los gobiernos, pasando por los policías y los agentes
de tránsito, y llegando desde luego a los encargados, a los jefes y a los
ejecutivos o directores, ya sean nacionales, regionales o locales.
La autoridad, decía Pablo de Tarso, no es de temer para los
que hacen el bien, sino para los que obran el mal. Tal vez pensaba en un tipo
de autoridad ideal en la que las personas que la ejercen, aceptan que su misión
es de servicio. Que la función de la autoridad es ayudar, proteger, estimular.
Pero eso, si alguna vez se dio, parece ser algo que brilla por su ausencia.
En las circunstancias del México de finales de 2018, la
crisis de autoridad es la consecuencia de factores culturales e
idiosincráticos, así como de la irresponsabilidad con la que se ejerce el
poder. Y no me refiero sólo al poder político. Me refiero a las personas
empoderadas en los organismos sociales, económicos, culturales y religiosos, en
los que la participación, el derecho a
la información o la discusión abierta se vuelven una entelequia. A la manera de
tomar de decisiones basada en el vasallaje y la tutela, como una imposición
sostenida y consistente.
La autoridad en todos los niveles del entramado social,
muchas veces se entiende, simplemente, como la capacidad de imponer decisiones,
de forzar conductas y de actuar despóticamente.
La autoridad se concibe como la fuerza para vigilar, para someter, para
imponer. A veces la autoridad se excede: abusa, violenta, corrompe. Mandar se
convierte en un privilegio. El privilegio de mandar mediante el cual, el que
manda siempre tiene la razón, siempre puede mandar en todo y nunca resulta
responsable de algo.
La personas se reducen a cosas u objetos que se usan o se
mueven a voluntad. Son piezas del engranaje de las que puede disponer. Lo único
que existe son relaciones de poder, y hay de aquel que no tenga un mínimo de
poder, un cargo o un puesto desde cual pueda defenderse, hacerse oír o utilizar
su poder poco o mucho, para lograr unos beneficios, unos activos o unas
prerrogativas que le permitan ser alguien.
El trabajo para avanzar en democracia, lograr la
participación efectiva, para hacer a la autoridad responsable, no es cuestión
sólo de las autoridades estatales. Es
también y una medida mayor resultado de un cambio social en la consideración de
la autoridad, como una tarea de servicio de la que se debe dar cuenta, y no
simplemente como el ejercicio de la fuerza, el poder o el privilegio, al amparo de estructuras sociales, económicas
o sociales, que perpetua la dominación y la imposición. Por ello la autoridad
sólo será legítima si respeta el derecho de las personas a estar informadas, a
participar según sus responsabilidades, y a garantizar a todos unos derechos
humanos básicos y fundamentales.
CDMX, 5 de noviembre de 2018.
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