La necesidad de la ironía hoy
Felipe Mario González.
Maremágnum. 8.II.17
Todo lo que está pasando es muy inquietante. Lo de Trump, lo
de del gasolinazo, los efectos de la crisis del 2008 que no acaban de ceder, y
los vientos que en México y en diversas partes del mundo, se siembran y
presagian tempestades.
La atmósfera esta cargada de tensión. Los caracteres
frívolos tienen a enseñorearse. Los azorrillados del mundo entero se revuelven
histéricos, buscan en todo posiciones dicotómicas. Generan abismos en el
entendimiento, y tensan y potencian las contradicciones haciéndolas
irremediables.
El mundo que vivimos y especialmente las circunstancias de
esta segunda década del siglo XXI, requieren mesura, calibrar las respuestas y
sobre todo atención, cosa muy difícil de encontrar en medio de la dispersión
psicológica e intelectual que afecta a muchos de nuestros congéneres.
Hay que buscar una forma de resistencia frente a la estupidez
impositiva, de los que quieren que todo sea negro o blanco, a conveniencia de
sus intereses del momento. Se trata de los partidarios del todo o nada, de los
promotores del rompimiento, de los que generan en las familias, en las
organizaciones e incluso en las sociedad polarizaciones insalvables.
Ello requiere en primer lugar no tomarse de demasiado en
serio a uno mismo y a las circunstancias. Hay que enfrentar a esos nuevos enamorados
de sí mismos, que son muy fácilmente reconocibles. Son de una casta que gestualmente ponen “cara de
pato”. No es casualidad las muchas veces que Trump recurre en sus expresiones
faciales a la “duck-face” o “trump-face”. La “duck-face” para sus promotores se
ha vuelto una señal universal; lo mismo la utilizan para dar la apariencia de
sesudos e ignotos, que para expresar disgusto, negación o rechazo de todo lo
que eventualmente les puede contradecir. Pontifican desde su ignorancia,
agreden desde su ego fragmentado y oscurecen a quienes se les acercan.
Vale la pena por nosotros, y por ver si ellos pueden superar
su triste situación, recuperar el sentido de la ironía, que no es otro que el
de la duda pacificadora, la que ante una sentencia dogmática y autoritaria, se
pregunta “¿Será?”. La ironía que mediatiza y desconfía de las afirmaciones
categóricas sin posible discusión. La
que pone un cuestionamiento ingenioso a una afirmación exuberante y
desaprensiva. La que busca un término de aproximación a situaciones distantes,
o de salida ante planteamientos cerrados.
El problema es que la ironía está en peligro de extinción,
por obra de los “hombres de negro”. Esos seres sombríos en el espíritu,
encapotados para el corazón y grises intelectualmente, que son en la realidad,
lo que el dementor es al mundo de Harry Potter: algo que quita el aliento
vital.
La ironía supone una ignorancia fingida y es también el arte
de disimular para enfrentar a las personas con la realidad. La usaron Platón y
Sócrates y es útil para bajarle dos rayitas al excesivo apego al propio juicio,
y encontrar un medio racional para ajustarse a la realidad. Pero como lo esta demostrando
la vulgaridad imperante, hay tal vez demasiada gente que prefiere la vida sin matices,
el lenguaje uniformado lleno de safiedades y los estereotipos repetidos hasta
la saciedad.
La ironía de alguna manera atenúa, disminuye o niega aquello
que afirma, para poder significar más que las palabra empleadas, y apuntar al
sentido último que las cosas tienen en la existencia, que en donde de verdad se
discrimina el metal precioso de la calderilla.
En nuestra vida personal, en la de las organizaciones y en
la de nuestras comunidades es necesario separar lo accidental de lo esencial,
los superfluo de lo que importa, lo que relumbra de lo que resplandece. Esa es
nuestra tarea hoy, la de ustedes y la mía, sopesar, calibrar, ajustar, en una palabra
ganar terreno para la prudencia y no dejarnos ganar por la insensatez. Y todo
ello recuperando el sentido de la ironía.