Burocratismos dogmáticos VS ser humano.
Felipe Mario González.
Maremágnum. 29 de abril de 2016
La ética de la alteridad, la aceptación del otro, nos lleva
a descentrarnos de nosotros mismos, para poner la atención en los demás. Pero hay
personas, que invierten el proceso y sólo ven los defectos de los demás, a lo
que etiquetan, catalogan y manipulan en función de sus crietrios. Una actitud
que al cerrar al individuo, le impide abrirse a las cualidades del otro. Es
tanto como contraponer el “los demás para mí” -que lleva a instrumentalizar,
depredar o aniquilar-, al “yo con los demás”, que es la vía para el aprecio
mutuo, el trabajo colaborativo y la búsqueda de un bien común.
Cualquier filosofía, ideología, posición ética o postulado
religioso, se basa en la búsqueda de mejores relaciones entre las personas, en la
armonización y en el logro de la paz, que estriba en deleitarse en el bien conseguido, y por lo tanto
compartido: fruto del trabajo común. Esto no es más que la afirmación
simple de que estamos relacionados desde la naturaleza, y anclados en la
sociabilidad natural o la dependencia mutua.
Sin embargo estas afirmaciones axiales y referenciales de una vida humana
integrada y con sentido, no son tan fáciles de encontrar en la práctica. En el origen de la
humanidad Caín mató Abel, que
era su hermano. De ahí a la afirmación sartiana de que “el infierno son
los otros”, hay todo un recorrido. La armonía es difícil en las familias; las amistades no suelen ser
duraderas o bien se corrompen por interesadas. Tenemos por lo tanto una
oposición dialéctica tremenda: buscar servir a los demás o que los demás nos
sirvan, con una variante conmensurable: servirnos de los otros.
Y es este el caldo de cultivo para todas las guerras, los
enfrentamientos y las violencias. Por una parte se proclama la fraternidad
universal y por la otra se busca someter a los otros a nuestros intereses,
manipulándolos como objetos a nuestro servicio. Como lo segundo se caracteriza
por ser moralmente inaceptable, se recurre a los dogmatismos, a los sistemas
cerrados, a la idea de la unidad –todos tienen que apoyar la causa- y entonces
la proclamada fraternidad se escinde, de manera maniquea .
Dividimos los seres humanos en amigos o enemigos, según
sirvan a nuestros intereses, en la medida que apoyen nuestras ideas, o en tanto
sean útiles para nuestros propósitos. Las personas que nos rodean e inclusos
otras más distantes van pasando de una lista a la otra de manera intermitente,
hasta que la divisa en las relaciones sociales, es que no se puede confiar en
nadie, porque sólo hay partes interesadas y es casi imposible encontrar un fin
común.
Tal vez sea necesario que nos propongamos algo radical.
Mirar a las personas no en función de nuestros intereses, de nuestros apetitos,
de nuestras creencias –tantas veces arbitrarias-, sino en función de los que
son, de lo que valen por sí mismas, de su dignidad –que tantas veces nos
negamos a reconocer-.
Hay que insistir una y otra vez en que no se puede tratar a
los seres humanos como medios, como recursos, como instrumentos que empleamos
para hacer algo. Porque los seres humanos ya son algo, son un fin en sí mismos,
y requieren en primer lugar de respeto.
Hay quienes con toda razón critican los sacrificios humanos
como barbaros y despiadados, pero en ocasiones esos mismos individuos
sacrifican a los amigos a las ideas; a las personas a las organizaciones; a los seres humanos al funcionamiento de los
sistemas económicos, sociales, políticos o religiosos.
Por ello necesitamos volver a poner a la persona –a los
seres humanos concretos- en el foco y en el centro de nuestra atención. Se
trata de restituir a los que forman parte nuestras familias, organizaciones o
sociedades, la dignidad que les ha sido arrebatada por los sistemas y los burocratismos
funcionalistas. Porque no se puede predicar una fraternidad global, si primero
no se encarna en los seres humanos más próximos y cercanos, aquellos con
quienes todos los días nos involucramos.
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