Relatos Salvajes
Felipe Mario González. Maremágnum.
10 de septiembre de 2015.
Hace unos días he vuelto a ver la película argentina, más taquillera
en ese país, y que fue nominada para el Oscar, a la mejor película extranjera,
en 2014. La primera vez no la aguante. Dejé de verla en la segunda historia. En
esta oportunidad he visto la película al completo, como dirían algunos. Aguante
hasta el final. “Relatos Salvajes” es una película-reportaje sobre la
cotidianeidad, sobre el estar hasta la “coronilla”, o como mi diría mi amigo XN,
de “estar hasta la… (s) narices”, de ir llenando el buche con piedritas (como
dirían otros), hasta no poder más.
“Relatos Salvajes” es una película del descontrol. No se
trata de una apología, sino de mostrar el talante violento, en personas como
ustedes y como yo, que ante las situaciones más comunes podemos explotar. Los
personajes del filme son normales, hasta merecerían el epíteto de buenas
personas. Lo común es que todos se salen de control. Y al descontrolarse
asesinan, hieren, destruyen, corrompen, golpean, generan dolor entre sus
semejantes y desde luego a sí mismos.
Es una película que nos sitúa ante la indiferencia, con que
muchas veces, tratamos a los demás. Proceso que puede desencadenar el odio, que
lleva a la destrucción del otro. Y es que la indiferencia es el primer paso
para intentar anular a las personas. Es increíble que personas, constituidas en
autoridad, hagan de la indiferencia una forma de relación con los que
consideran sus súbditos, porque las circunstancias los han puesto bajo su
poder.
“Relatos Salvajes” es la constatación opresiva de unas
relaciones sociales que cargan excesivamente la vida de los demás, sin
permitirles desahogar el magma interno de una manera no violenta. Es la
sociedad del “ni modo”, del “aguanta, que no se puede ser hacer nada”, del
“llévalo con la heroicidad de los estoicos”, pero que en el fondo supone una
carga de indiferencia, o que nos importa un bledo, lo que sientan o piensen los
demás.
Nadie nos debería ser indiferente, la indiferencia es una
suerte de desprecio que lleva rápidamente al encono y al deseo quitar al otro
de enfrente. No se trata de una moralina barata, sino de llegar al fondo de la
cuestión. Se trata de saber si en la práctica aceptamos a los otros, si vivimos
el principio de alteridad, que es el reconocimiento de la otra personas, en
cuanto que es otro, distinto, diferente pero asociado a nosotros desde la
naturaleza. Es aquello, que parafraseado, puede expresarse así: soy humano, y
ninguno de los humanos debería serme indiferente.
La aceptación de la
alteridad es reconocer que en la
realidad estamos rodeados por muchos, cientos y miles de otros, que nos ayudan,
que son un referente para nuestra conducta y con los que somos
interdependientes. Pero también de otros que en ocasiones resultan pesados,
insolentes y hasta odiables, porque nos amargan la existencia con sus mentiras,
con la manipulación y con las injusticias, que como quien no quiere la cosa, comenten
y comentemos todos los días.
Tal vez la cuestión más de fondo en “Relatos Salvajes”, al
menos para mí, es la idea de un sistema del que todos formamos parte, en el que
continua y constantemente nos estamos haciendo la vida de cuadritos, o para
decirlo en el lenguaje de los “folklóricos”, continuamente nos estamos haciendo
“putaditas”, “putadas” o “putadotas”, como diría mi amigo XN.
Es un plano inclinado en el que rápidamente se desciende.
Del comentario mordaz se pasa a la ofensa leve que produce incomodidad y molestia.
Poner en ridículo a la otra o al otro, se convierte en el pasatiempo de
nuestras “civilización”. La presión va aumentando y el cúmulo de sinsabores
cotidianos que trae la convivencia, va generando un magma interno, que bulle y
rebulle, hasta sacar de control a la personas. Es lo que se llama salirse de
sus casillas.
Aparecen entonces dos fenómenos: las implosiones y las
explosiones. Las implosiones llevan al debilitamiento del deseo de vivir, las
personas caen en la depresión y el descontento. Psicólogos y “coaches”, con o
sin título, se erigen en jueces de la conducta ajena. Se diagnóstica al sujeto
como falto de autoestima, incapaz de lograr una aceptación personal y poco apto
para la vida social. El resultado siempre es el mismo: dispensarle los consabidos
antidepresivos para estacionarlo al margen de la vida, e incluso ganar dinero
con él o ella, y evadir así el problema del otro.
Las explosiones (a las que también pueden llegar los
deprimidos) son la exorbitante manifestación de una ira contenida, de un furor
largamente reprimido, de impotencia acrecentada antes “los imposibles” en la
vida familiar, laboral, social o en las relaciones con todo tipo de
autoridades, desde las religiosas hasta las de tránsito, pasando por las
empresariales o sociales.
Hay que bajarle dos rayas al enojo, a la pasión y a la ira.
Para ello me parece que todos debemos revisar si en nuestra conducta diaria
somos un factor de serenidad y de confianza, o si bien vamos lanzando
invectivas a diestra y siniestra. ¿Aumentamos de manera ilegitima la tensión en
la vida de los demás, somos fuentes de estrés y desafección, contribuimos a un
mundo de horror en los pequeños acontecimientos de la vida diaria?
Un volcán siempre explota por acumulación de magma. ¿No estaremos
estresando demasiado a los demás? ¿No estaremos hartado los niveles de
paciencia de las personas? ¿No estaremos sobrereglamentando la vida de los
otros?
Las tensiones, las presiones y el estrés son muy altos en
nuestra sociedad. Tal vez el remedio está en permitir que esas tensiones broten
de manera más continua y fluida, de tal suerte que se puedan, ya no solo
neutralizar, sino aprovechar. Se trata de poner la pasión, el coraje y la
energía acumulada al servicio de objetivos honestos, integradores y superadores
de nuestras propias deficiencias y de las de los otros.
La mejor manera de prevenir la implosión y las explosión de
las personas que nos rodean, es permitirles la comunicación, ayudarlas a
expresar sus temores y angustias, pero para ello es necesario un clima de
confianza, de cercanía y de un demostrado interés por la persona, no sólo
teórico, sino encarnado en la práctica de nuestra vida individual y social.
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