lunes, 5 de noviembre de 2018

MEXICO POLITICA El privilegio de mandar


El privilegio de mandar


Felipe Mario González.
Presidente del Centro de Emprendimiento,
Gobernabilidad e Innovación (CEGI),
Profesor Emérito del IPADE.

Pronto en unas pocas semanas más se iniciará en México la andadura de una nueva administración federal que encabezará el presidente López Obrador. El discurso del presidente, de sus colaboradores y el partido Morena, apuntan  un cambio de régimen lo cual es un asunto mayor, que tiene como horizonte la Cuarta Transformación Nacional, después de la Independencia, la Reforma y la Revolución.

Al prepararnos para la toma de posesión de un nuevo gobierno, que promete una nueva forma de ejercer la autoridad y el poder, se impone la revisión social de la manera acerca de cómo entendemos y cómo se ejerce la autoridad en México, no sólo desde el punto de vista político sino social, económico y cultural. ¿Se ejercerá la autoridad y el poder como siempre, de manera inercial o habrá cambios sustantivos? ¿Esta la sociedad demandando cambios en el ejercicio de la autoridad, en todo el espectro de las organizaciones del país?

Hay sin duda una crisis de autoridad en las instituciones. Desde las familias hasta los gobiernos, pasando por los policías y los agentes de tránsito, y llegando desde luego a los encargados, a los jefes y a los ejecutivos o directores, ya sean nacionales, regionales o locales.

La autoridad, decía Pablo de Tarso, no es de temer para los que hacen el bien, sino para los que obran el mal. Tal vez pensaba en un tipo de autoridad ideal en la que las personas que la ejercen, aceptan que su misión es de servicio. Que la función de la autoridad es ayudar, proteger, estimular. Pero eso, si alguna vez se dio, parece ser algo que brilla por su ausencia.

En las circunstancias del México de finales de 2018, la crisis de autoridad es la consecuencia de factores culturales e idiosincráticos, así como de la irresponsabilidad con la que se ejerce el poder. Y no me refiero sólo al poder político. Me refiero a las personas empoderadas en los organismos sociales, económicos, culturales y religiosos, en los que la participación,  el derecho a la información o la discusión abierta se vuelven una entelequia. A la manera de tomar de decisiones basada en el vasallaje y la tutela, como una imposición sostenida y consistente.

La autoridad en todos los niveles del entramado social, muchas veces se entiende, simplemente, como la capacidad de imponer decisiones, de forzar conductas y de actuar despóticamente.  La autoridad se concibe como la fuerza para vigilar, para someter, para imponer. A veces la autoridad se excede: abusa, violenta, corrompe. Mandar se convierte en un privilegio. El privilegio de mandar mediante el cual, el que manda siempre tiene la razón, siempre puede mandar en todo y nunca resulta responsable de algo.      

La personas se reducen a cosas u objetos que se usan o se mueven a voluntad. Son piezas del engranaje de las que puede disponer. Lo único que existe son relaciones de poder, y hay de aquel que no tenga un mínimo de poder, un cargo o un puesto desde cual pueda defenderse, hacerse oír o utilizar su poder poco o mucho, para lograr unos beneficios, unos activos o unas prerrogativas que le permitan ser alguien.

El trabajo para avanzar en democracia, lograr la participación efectiva, para hacer a la autoridad responsable, no es cuestión sólo de las autoridades estatales.  Es también y una medida mayor resultado de un cambio social en la consideración de la autoridad, como una tarea de servicio de la que se debe dar cuenta, y no simplemente como el ejercicio de la fuerza, el poder o el privilegio,  al amparo de estructuras sociales, económicas o sociales, que perpetua la dominación y la imposición. Por ello la autoridad sólo será legítima si respeta el derecho de las personas a estar informadas, a participar según sus responsabilidades, y a garantizar a todos unos derechos humanos básicos y fundamentales.

CDMX, 5 de noviembre de 2018.


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